Se que ningún antitaurino va a leer este
artículo. Lo veo complicado. Pero si al menos uno lo lee me daré por
satisfecho. Con uno sólo. Porque esto va para él. O para ellos en el mejor de
los casos.
Se alegran mucho ellos cuando los
toreros y/o subalternos sufren cornadas graves. Como si fuera un castigo muy
merecido por como dicen ellos "torturar" a un animal indefenso. Se
ríen, se mofan, vomitan toda su rabia sobre ese hombre o esos hombres que en
esos momentos están jodidos en la cama de un hospital.
Sin ir más lejos, este final de
temporada ha sido durísimo en cuanto a percances de todo tipo. Desde graves a
extremadamente graves. Y ahí han estado ellos. Los vengadores de la causa
irracional. Los justicieros indómitos. Volvieron a aparecer para gritar el
repetitivo y cansino "se lo merece" como el más suave de los
improperios hacia los que han terminado con los vestidos de torear rotos y las
carnes abiertas. Y no se dan cuenta de que eso no duele porque siempre ha sido
algo asumido a priori.
El torero acepta las cornadas. Lleva
impreso en su ADN la muerte. Asume que cualquier tarde puede ocurrir lo peor.
Lo irremediable. El torero convive con la aceptación intrínseca de que su
profesión mantiene un diálogo constante con el dolor de la cornada o la más
absoluta realidad de la muerte. De que su vida puede cambiar para siempre en
unos míseros minutos de reloj. De que ayer lo tuve todo y mañana puedo no tener
ya nada.
Odiadores del mundo de los toros: no se
molesten. No malgasten sus energías. No conviertan su buena sintonía con el
mundo -si es que la tienen -en odio sin sentido. No hacen daño. No provocan
cataclismos. Al contrario. Quedan ustedes en peor lugar. Aquí se asume y se
presume. Se vive con el dolor y la gloria, con la vida y la muerte. Para bien o
para mal el Toreo es grandeza. Está asumido.
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