viernes, 24 de junio de 2011

Al maestro Julio Robles

No soy una persona que pueda presumir de guardar muchos recuerdos de mi infancia más temprana. Normalmente, entre el nacimiento y los cinco años de vida, las imágenes y recuerdos se almacenan codificados en nuestra memoria para nunca volver a ser recordados. Osea, que cuando somos mayores, no nos acordamos de casi nada de lo que hemos vivido los cinco primeros años de vida. Curiosamente, los pocos recuerdos que tengo de esa tierna infancia están ligados al mundo taurino. Recuerdo con especial claridad el día en el que mi padre no me dejó ver la televisión porque iba a salir la cornada mortal que un toro le había dado a José Cubero "Yiyo" en Colmenar. En mi habitación descansaba una foto firmada y dedicada para mí que Yiyo le había dado a mi padre ocho días antes de morir, cuando se encontraba en el hotel Torremangana de Cuenca, ya que por la tarde estaba anunciado para torear en la ciudad de las casas colgadas. Esa noche, antes de irme a la cama sin poder ver lo que le había pasado a mi ídolo de infancia, advertí lágrimas en los ojos de mi padre. Algo malo le había pasado a Yiyo y no me lo querían decir. Ya en mi habitación y con la inocencia de quien tiene cinco años, le pregunté a mi madre qué era lo que le había pasado a José. La respuesta de mi madre aún resuena en mi cabeza veinticinco años después; "el Yiyo se ha ido al cielo". Sin más. Con el paso de los años logré comprender la tragedia tan grande que había ocurrido aquel lejano mes de Agosto de 1985. Otro de mis recuerdos taurinos infantiles está ligado al maestro Julio Robles. El malogrado torero salmantino -aunque aviles de Fontiveros de nacimiento- y mi padre mantenían una íntima amistad que se prolongó durante años hasta que el destino se llevó a uno en Agosto de 1999 y a otro en Enero de 2001. Esa amistad comenzó en la Brigada Paracaidista, primero en Alcalá de Henares y después en Murcia, donde ambos reclutas compartieron largos días de miedos y saltos al vacío. Siempre se ha dicho que las amistades que se forjan en el servicio militar son de las más fuertes que existen. Doy fé de ello ya que la amistad entre Julio Robles y mi padre duró desde ese momento hasta el final de los días de ambos. Como consecuencia de esa amistad, tuve el privilegio de estar con el maestro en numerosas ocasiones. Y recuerdo con especial cariño el día en el que me cogió en brazos en el hotel Los Llanos de Albacete y me preguntó que qué quería ser de mayor. Yo, con la inocencia de los cuatro años recién cumplidos le contesté: "Yo quiero ser de mayor como tú, torero". Aún recuerdo la sonrisa de Julio a mi ingeniosa respuesta. Esa tarde Julio triunfó en Albacete. Indudablemente, mi afición a los toros se la debo a mi padre y en consecuencia, a su íntima amistad con Julio Robles. Fueron muchos momentos al lado del maestro. Y muchas anécdotas con el famoso mal humor que Robles se gastaba justo antes de salir el toro de chiqueros. En una corrida de toros en La Roda, justo antes de que saliera su enemigo de toriles, mi padre, que se encontraba en el callejón de la plaza con él, se atrevió a hacerle un comentario sobre el toro que iba a salir. La respuesta de Robles, de espaldas a él y con la vista fija en el chiquero fue mandarle a tomar viento pero con peores palabras. A la muerte de ese toro, Julio le pidió un cigarro a mi padre y se disculpó como un caballero. Mi padre le dijo que no tenía por qué hacerlo, ya que conocía desde hacía muchos años su mal humor en los momentos de tensión y le sentenció con una frase que ambos rieron a carcajadas; "cuando saltábamos del avión en la mili ya te ponías así". Recuerdo con especial cariño, años después de aquellos primeros encuentros, las disputas que tenía mi padre con los seguidores de José María Manzanares, especialmente con un vecino del pueblo y miembro de la antigua Peña Taurina de Casasimaro que a su vez también tenía y supongo que seguirá teniendo una íntima amistad con Manzanares, ya que cuando eran jóvenes habían coincidido en las tapias de las capeas persiguiendo el sueño de ser toreros. En esa época eran dos de los toreros más importantes del escalafón y cuando uno estaba mejor que el otro ya se encargaba su partidario de recordarlo y sacar pecho por su torero. Cuando sucedía al revés, ocurría lo mismo pero al contrario. Aquel fatídico 13 de Agosto de 1990, en Béziers, el toro "Timador" de Cayetano Muñoz le dejó postrado en una silla de ruedas de por vida tras propinarle una espectacular voltereta cuando Julio se disponía a recibirlo con el capote. Recuerdo que al día siguiente y sin saber nada todavía, mi padre y yo nos dirigíamos a su pueblo natal, Caudete, a resolver unos asuntos familiares con sus hermanos cuando la radio del coche escupió la noticia. Inmediatamente soltó las manos del volante y se las llevó a la cabeza en señal de incredulidad. El shock fue brutal. Las palabras de despectivas de incomprensión, las ofensas contra Dios y las lágrimas se sucedieron en todo el camino. Lágrimas que no dejamos de derramar hasta que varios días después pudimos hablar con los familiares del maestro. Julio ya no volvería a torear nunca más. Se nos hacía duro verle en esa silla de ruedas de por vida. El sueño de toda una vida se había esfumado. El torero había caído. Ya sólo quedaría su recuerdo. Nos costó varios meses de espera y paciencia para poder hablar con él, puesto que Julio se encerró en sí mismo y no quería saber nada de nadie. Al cabo de un tiempo, le sobrevino otra desgracia. Su mujer le abandonaría provocándole un daño todavía más profundo del que ya tenía. En varias ocasiones le confesaría por teléfono a mi padre que la mejor solución era quitarse de en medio. Por suerte, los muchos amigos que tenía -toreros y no toreros-, lograron sujetarle el ánimo en varias ocasiones. Incluso consiguieron que le pegara unos muletazos a una becerra desde su silla de ruedas en una noche de fiesta y luna llena en la finca jienense de Enrique Ponce. La última vez que hablé con él fue una tarde de invierno del año 1998. Recuerdo que mi padre le llamó y al poco me pasó el teléfono. Le noté más triste que nunca, aunque él decía que estaba bién. Hablamos unos minutos, me preguntó que qué tal me iba, que cómo llevaba mis estudios y que si ya se me había pasado esa manía de querer ser torero. Le dije que sí, que ya se me había pasado y que ahora sólo pensaba en estudiar para poder sacarme una carrera. Me felicitó por ello y con esa voz tan triste que tuvo en sus últimos años me mandó un fuerte abrazo. Yo hice lo propio y le mandé otro. Devolví el teléfono a mi padre y volví a mi cuarto a estudiar. Cuando un par de horas después salí de mi habitación, todavía seguían hablando, pero esta vez mi padre tenía lágrimas en los ojos. Lágrimas de tantos y tan bonitos recuerdos vividos juntos a lo largo de los años y de lo injusta que había sido la vida con ellos. Poco después mi padre dejó este mundo. Un año escaso después lo hizo Julio. Repentinamente. Sin avisar. Una peritonitis traicionera que no pudo ni notar por su paraplejia se lo llevó a la tumba con tan sólo 49 años. Estoy seguro de que esa amistad todavía continúa, y que seguirán hablando de tardes de toros y de batallitas juveniles en la mili, allá donde quiera que estén. Desde aquí mi mayor homenaje a esa amistad, a mi padre y al maestro Julio Robles, sin los cuales nunca hubiera podido amar este mundo tan grande y emocionante como son los toros. Va por ellos...

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