Cuenta
la leyenda que tras su exitoso paso por Las Ventas este pasado San Isidro, Alejandro
Talavante consideró que los honorarios de sus futuras contrataciones debían
incrementarse en 15.000 euros. Los famosos 15.000 euros. Al parecer,
supuestamente la idea no fue bien recibida por su apoderado y por varios
empresarios muy influyentes. Y el torero, que ya va pintando canas en esto,
mandó a paseo a su apoderado y decidió romper con todo y con todos e ir por
libre. Pero las consecuencias de ese desafío a la cúpula de la Tauromaquia
empresarial no se iban a hacer de rogar y muy pronto comenzaron a pasar cosas
raras. Y es que Talavante, de la noche a la mañana, dejó de estar anunciado -y
lo sigue estando,- en algunas de las ferias más importantes del calendario
nacional. Triste. Muy triste.
Desde
siempre en la historia de la Tauromaquia, el torero que ha triunfado fuerte en
plazas de la importancia de Madrid, ha tenido derecho a exigir. Y a exigirlo
todo: ganaderías, compañeros, días en las ferias y, sobre todo, dinero. Mucho
dinero. Y tradicionalmente se les ha hecho caso y se les han concedido sus
pretensiones porque se lo habían ganado en el ruedo. Los empresarios poderosos
se plegaban a tales exigencias y no decían ni mú. Ahí está el caso del gran
Manolo Chopera, el cual era duro como una piedra con los toreros cuando había
de serlo y humilde y ante todo buen aficionado cuando se tenía que rebajar ante
lo que para él era justo y bien ganado por parte de un determinado matador o
ganadero. Chopera, al igual que otros grandes empresarios de su época, mandaban
mucho en la Fiesta, sí, pero no se creían los dueños de ella. Hoy todo eso
tristemente ha cambiado. Y ha cambiado en el sentido de que los mandamases
actuales sí se creen los dueños de este espectáculo. Así de crudo y de real. Y,
evidentemente, el creerte el dueño de esto se nota bastante, por mucho que
algunos intenten disimularlo moviéndose siempre en la sombra sin hacer ningún
ruido. Sin querer ser descubiertos.
Sea
como fuere y sin razón de peso alguna, desgraciada e injustamente nos están
privando de un torero de la categoría de Alejandro Talavante. Y sinceramente no
creo que el torero haya hecho tanto para que los de ahí arriba -amparados
los unos con los otros como si fueran uno sólo-, le hayan mandado a casa. Como
ya he dicho, esto es inaudito. Me atrevería a decir que hasta indignante por la
categoría del torero en cuestión y por el aumento irrisorio que supuestamente
ha exigido. Pero la realidad es la que es y esto no es más que una consecuencia
del cambio tan radical que ha experimentado la Fiesta en los últimos años en
cuanto al empresariado se refiere. Y es que lo que antes era del aficionado,
ahora parece que es el cortijo privado de tres o cuatro señores.
Me
imagino a Talavante paseando a caballo cada tarde entre sus toros pensando en
todo este rollo y poniendo esa media sonrisa que él se gasta. O con la mirada
perdida en el infinito de estas noches verano, sentado al aire libre en
cualquier sillón del patio de su finca devorando uno tras otro los cigarros de
una cajetilla de buen tabaco rubio. "A mí con estas", se dirá para sí.
Y volverá a sonreír porque en el fondo está seguro de que esos que ahora le
protestan volverán a entregársele, por mucho que ahora le estén midiendo y por
muchas distancias que le estén marcando. Y será más pronto que tarde. Seguro
estoy, tanto como lo puede estar él.
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