Como digo, toro tras toro de aquella lejana corrida,
me hicieron clavarme a la silla y no levantarme ni para ir al baño. Aquella
tarde, cuando acabó dicha corrida, me di cuenta de que algo había pasado. Algo
distinto a lo que otras veces había pasado. Esa tarde no me había levantado ni
una sola vez de la silla, cosa que en otras corridas sí hacía. Había sentido
una emoción distinta a la habitual a mi tan corta edad. Había visto seis toros
bravos. Había visto la emoción en los tendidos, las fuertes ovaciones a cada
toro en el arrastre, la alegría en la cara de los que habían tenido la suerte
de presenciar un espectáculo de tamaña importancia.
Recuerdo que en el transcurso de la corrida, de vez en
cuando, las cámaras enfocaban a un señor bajito, con poco pelo y grandes
orejas. Recuerdo también que llevaba una camisa a cuadros y una americana gris
oscura. Fumaba un gran puro que poco a poco se iba consumiendo entre sus dedos.
Y era curioso: cada vez que aparecía en la pantalla lo hacía riendo. Riendo de
satisfacción. De alegría. Y en el fondo de esa risa sobresalían unas muelas de
oro. Yo, como buen niño impresionable a esa edad, alucinaba cada vez que veía
esas muelas de oro en aquel señor. "¿Cómo podía ser que un señor tuviera
muelas de oro?" -recuerdo que pensé. "Ese señor tiene que ser muy
pero que muy importante"-me repetía sin cesar. Y vaya si lo era. Esa misma
noche supe quién era aquel hombre de tez ruda y campesina surcada por la dureza
del trabajo al frío intenso y al calor despiadado: era ni más ni menos que
Victorino Martín Andrés. Y lo era en la mejor etapa profesional de su vida.
Es por ello que hoy he querido relatar mi primer
recuerdo de Victorino y de sus victorinos. Mis primeras emociones con los
cárdenos. Aquella sonrisa de oro permanente en un hombre que se sabía
triunfador en una vida llena de obstáculos y dureza. De niñez entre las bombas
de una guerra cruel. De trabajo y más trabajo. De preocupaciones de sol a sol.
Desde aquel día los victorinos ya nunca dejaron de emocionarme. Y daba igual:
el bueno, el regular, el malo, la alimaña... De todos siempre había algo
distinto a todo lo conocido. Algo que hacía y sigue haciendo afición en todo
aquel que se deja llevar por las emociones.
Ayer Victorino nos dejó para siempre. Sin
embargo, su recuerdo y su legado permanecerán eternamente, salvaguardados por
un hijo que sin duda ha sido y es su mejor obra, por encima incluso de sus
infinitos logros como ganadero. Descanse en paz, don Victorino. Yo le seguiré
recordando con aquella sonrisa permanente en su rostro. Con aquella sonrisa de
satisfacción por el trabajo bien hecho. Por la apuesta ganada. Por el triunfo
de sus toros. Por el triunfo de la Fiesta. Yo siempre le seguiré recordando con
aquella sonrisa de oro. Su sonrisa de oro.
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