Vaya
por delante que nunca he sido un defensor a ultranza de las tradiciones. Me
explico: no se puede considerar intocable algo con el único pretexto de que es
tradición. Los tiempos cambian y por tanto las sociedades también cambian. Las
mentalidades varían muchas veces más como consecuencia de las modas que de las
convicciones y las reflexiones propias. Todos conocemos tradiciones que con el
paso del tiempo han ido desapareciendo por unas causas o por otras. Pero en el
fondo de todo ello siempre ha prevalecido la libertad de decidir. A nadie le
han obligado ética o moralmente a renunciar a una tradición. Se ha podido
prohibir con mayor o menor acierto como consecuencia de un ejercicio político
que no siempre ha tenido la razón. Ahí están los casos de Cataluña, Villena o
Baleares, en los que el Tribunal Constitucional ha terminado por dar la razón
al mundo del toro en detrimento de aquellos Ayuntamientos o Comunidades
Autónomas que prohibieron o modificaron un espectáculo que siempre ha sido
legal y que además lleva años blindado culturalmente. Por tanto, las
tradiciones se pueden debatir. Se puede reflexionar sobre el hecho de que una
tradición se pueda o no modificar. Pero lo que no se puede discutir es lo que a
día de hoy está protegido por el manto de la legalidad porque básicamente todos
nos debemos a un orden y a unas leyes.
A
parte de que la Tauromaquia es un espectáculo legal y por tanto sujeto a la
libertad individual de cada individuo, de lo que nunca he tenido duda es de que
este espectáculo es cultura. Si entendemos como cultura el conjunto de
conocimientos, ideas, tradiciones y costumbres que caracterizan a un pueblo, a
una clase social o a una época, no hay duda. Guste o no, los toros encajan
perfectamente en esa definición. Lo que caracteriza a un pueblo son sus
costumbres y tradiciones, las cuales pueden cambiar a lo largo de la historia
como he dicho anteriormente. Pero esos cambios los debe de marcar la sociedad
dentro de un marco legal y democrático y, sinceramente, a la Tauromaquia
todavía no le ha llegado ese momento porque para disgusto de muchos sigue
siendo un espectáculo de masas con un público mayoritario que acude ilusionado
a ver un espectáculo único.
Repito: el problema para muchos es que es público. Que
se ve. Que se paga por ver la muerte de un animal en la arena. Y eso les parece
catastrófico y propio de una sociedad bárbara y amoral. Como si día a día no
viéramos en televisión imágenes mucho más cruentas de guerras o catástrofes
entre los propios humanos. Como si día a día no viéramos el daño que es capaz
de hacerle un humano a otro humano. Pero eso en la nueva y actual sociedad cada
vez más animalista y menos humanista no es lo mismo. Para ellos siempre será
mucho peor el daño de un humano a un animal -por muy litúrgico, respetuoso o
alimenticiamente necesario que este sea-, que el daño de un humano a otro
humano. Y yo sólo me repito que ante esta nueva y absurda sociedad lo mejor es
que Dios nos coja confesados.
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