martes, 12 de julio de 2016

Los héroes nunca mueren para siempre...

El primer recuerdo que tengo de mi infancia más precoz es la muerte de "Yiyo". Tenía cinco años. Aquella noche del 30 de agosto de 1985 las imágenes que el telediario estaba dando sobre la muerte de José se quedaron grabadas en mi mente para siempre. Como grabada se quedó también la imagen de mi padre llorando desconsoladamente sentado en una silla del comedor de casa viendo el fatal desenlace de un torero apenas incipiente. Y es que a "Yiyo" le queríamos mucho en casa. Como queríamos a Julio Robles, por el que también lloramos y mucho años después.
Recuerdo también especialmente la trágica muerte del banderillero Manolo Montoliú. Tenía once años y una afición desmedida. Aquella tarde del 1 de mayo de 1992 corrí raudo desde el colegio a casa porque había toros desde Sevilla. Me hice la merienda y me senté ante el televisor. Y aquel 1 de mayo pude contemplar aterrado la fatal cornada al gran torero de plata valenciano. Ese día mi afición se paró en seco.
No tardó mucho en volver cuando mi mente aún infantil logró comprender que los toreros podían morir en el ruedo. Que eran capaces de dar su vida sin importarles lo que les pudiera pasar. Que un toro les podía quitar la vida pero nunca la gloria. Y que el Toreo era lo más grande que existía sobre la faz de la Tierra. Desde entonces esa afición ya nunca más me abandonó.
Este sábado la muerte volvió a visitar a un torero en el ruedo. A un héroe de veintinueve años que tenía todo el futuro por delante. Esa es la grandeza del Toreo. Aquí todo es de verdad. Aquí se muere de verdad. Pero se nos olvida. O quizás no queremos pensar en ello porque esa realidad duele de una manera despiadada. Una realidad a la que esta sociedad aborregada le da la espalda. La muerte está siempre presente en nuestras vidas, y la Tauromaquia es la mejor forma de comprender este hecho tan palpable y desgarrador.
Cuenta el maestro José Ortega Cano que cuando entró el sábado al patio de cuadrillas de la plaza de toros de Teruel vio a todos los toreros juntos en un lado del mismo. Víctor Barrio no estaba con ellos. Estaba enfrente. Sólo. Miraba al ruedo, con la mirada perdida en el infinito y sin pestañear. Su gesto era de una seriedad y una concentración que helaba la sangre. José, tras saludar a su torero y a Curro Díaz, se dirigió con mucho respeto a Víctor. Con un gesto suave y apenas perceptible acarició el hombro derecho del torero y, percibiendo su ensimismamiento, le preguntó que dónde estaba su pensamiento. Víctor le respondió: "mi pensamiento está en que hoy es un día muy importante para mí maestro"...
Demasiado importante Víctor. Demasiado importante. Estabas a punto de cruzar la puerta grande más importante de todas. Estabas a punto de alcanzar la gloria eterna.
Ojalá que allá donde estés hayas podido ver que todo el Toreo ha llorado tu muerte. Que tus compañeros te han despedido rotos de dolor y con miles de lágrimas amargas en los ojos. Ojalá que allá donde estés puedas ver y sentir que ningún aficionado te olvidará jamás.
Los héroes nunca mueren para siempre, y tú, torero, siempre serás uno de ellos.
Hasta siempre Víctor.

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