El pasado domingo pude observar en la plaza de toros de Las Ventas un hecho que me llamó poderosamente la atención entre el caos que se acababa de producir. El primer novillo cogía al novillero sevillano Pablo Aguado quedando inerte en el suelo por el traumatismo recibido. Las cuadrillas no llegaban nunca a socorrer al torero. En el tendido reinaba el pánico y la confusión. Por un momento a todos nos vino a la memoria Teruel. Por un momento todos nos acordamos de Víctor Barrio.
Cuando por fin
el novillero fue socorrido y llevado inconsciente a la enfermería, las caras de
todos los allí presentes eran un poema. Había miedo. Miedo a revivir tragedias
pasadas. Un hombre acababa de estar inerte en la arena, despojado de todo su
ser, entregado en cuerpo y alma a la muerte, al animal feroz que le buscaba en
el suelo para saciar su instinto asesino.
La gente
gesticulaba y hablaba sin cesar de lo que podría haber pasado. En ese momento
mis ojos se fueron del ruedo a una zona concreta del tendido. Dos niñas
pequeñas lloraban desconsoladas por lo que acaba de ocurrir. Una en brazos de
su madre. La otra de la mano de su padre. Y todos, raudos, se disponían a huir
despavoridos de la plaza. La tarde se
había acabado para ellos. Se iban. Aquel sinsentido había acabado. Ese suceso
trágico no entraba en sus planes. La desgracia no existía para esas niñas. Y
como almas que lleva el diablo desaparecieron por la bocana del tendido 6 en
dirección al abismo de Madrid.
El dolor, la
muerte. Nada de eso existe para las nuevas generaciones. La vida debe ser de
color rosa. Aquí no cabe la incertidumbre. Por ello los jóvenes no quieren
saber nada de nosotros. Porque amamos un espectáculo en el que está
permanentemente presente la muerte. Porque no huimos despavoridos cuando lo que
puede haber en la arena es un hombre muerto. Por eso tanta y tanta gente no
quiere saber nada de este espectáculo. Porque es tremendamente duro y real.
Porque
detrás de ti pueden estar dos familiares del torero herido con lágrimas en los
ojos ante lo que ha podido pasar. Porque detrás de ti pueden estar dos
familiares del torero herido agarradas fuertemente al teléfono móvil esperando
noticias tranquilizadoras que nunca llegan. Porque detrás de ti pueden estar
dos familiares del torero herido que no saben qué contestarle a la intranquila
madre del torero que no para de preguntar si su hijo ha matado ya a su primer
novillo. Que no para de preguntar por qué su hijo tarda tanto en matar a su
novillo. Porque detrás de ti pueden estar dos personas que no saben qué decirle
a esa madre. Que no saben qué mentira contarle para que su corazón no se ponga
a mil por hora.
Eso es
nuestra Fiesta: tragedia, triunfo, indiferencia, emoción. Lo que ocurrió el
pasado domingo en Las Ventas es nuestra Fiesta. Lo que ocurrió el pasado
domingo en Las Ventas es la vida misma. Algo que no todo el mundo tiene
intención de comprender. Algo demasiado real para ser aceptado...
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