Siempre he sido muy de Dámaso
González. Reconozco que me costó entrar en su tauromaquia. En mis primeros años
de aficionado, cuando apenas contaba con diez primaveras y empezaba a fijarme
en esto de los toros, siempre veía en Dámaso a un torero desaliñado, sin mucha
planta precisamente de torero, pequeño y de movimientos poco estilizados. Pero
el tiempo siempre acaba poniendo a cada uno en su sitio y a mí Dámaso me puso
en el mío. Fue aquel inolvidable 2 de junio de 1993 en Las Ventas de Madrid, en
la corrida en la que el diestro albaceteño compartió cartel con Luis Francisco
Esplá y Oscar Higares con toros de don Samuel y doña Manuela Agustina López
Flores. Aquella tarde ví a un hombre pequeño templar y mandar sobre dos toros
de imponente alzada y pavorosos pitones. Le vi templar como a nadie había visto
antes en mi vida. Le ví meterse entre los pitones de Pitero, aquel torazo de
Samuel que hizo cuarto y que le sacaba una cabeza al enjuto torero de Albacete.
Cómo no sería aquello que a pesar de matar fatal a aquel toro, el público de
Madrid le dió una oreja. Una oreja merecidísima que sabía a despedida, ya que
Dámaso se retiraba de los ruedos aquel año, aunque después volvería de nuevo. Y
dirán ustedes que por qué les cuento esto. Muy sencillo. Hace unos días se le
concedía a Paco Ojeda el primer Premio Nacional de Tauromaquia. Quede claro
desde aquí que me parece muy bien que se lo hayan dado al torero de Sanlucar de
Barrameda, por su gran trayectoria y su magnífica aportación a la Tauromaquia.
Pero parece ser que a mucha gente se le ha olvidado que antes de Paco Ojeda
estaba Dámaso González. Se ha dicho que el premio a Ojeda ha sido porque
revolucionó la Tauromaquia en su momento, gracias a que acortó las distancias
entre toro y torero, creó lo que se denominó y se denomina el "parón"
y puso de moda el toreo encimista de corta distancia. Sí. Ojeda practicó esa
tauromaquia en el momento de mayor esplendor de su carrera. Pero es que eso ya
lo venía haciendo Dámaso mucho tiempo atrás. Tanto que el torero de Albacete
había sido el primero en hacerlo. De echo, Paco Ojeda ha reconocido en varias
ocasiones que bebió de las fuentes del "damasismo" para configurar su
tauromaquia. Incluso el maestro Antoñete llegó a decir alguna vez que su toreo
mejoró sobremanera a raiz de ver el simple y único movimiento de giro de
cintura entre muletazo y muletazo que realizaban Dámaso y Ojeda. Porque Dámaso,
aparte de inventar el toreo de cercanías, fue de los primeros que empezaron a
ligar los muletazos sin apenas movimiento entre ambos. Pero a Dámaso no se le
ha reconocido lo suficiente todas sus aportaciones a la Tauromaquia. Estoy
convencido de que si hubiera nacido en Madrid o Sevilla en los años 20, ahora
estaría al nivel de los mismísimos Joselito y Belmonte e incluso por encima de
ellos. O si por el caso hubiera sido contemporáneo de Manolete, quizás el gran
Califa de Córdoba se habría visto superado una vez sí y otra también. Alomejor
el problema es que Dámaso es pequeño, humilde, no muy agraciado físicamente y
de Albacete. No es andaluz, ni muy estilizado en su figura, ni tampoco se
relaciona con la cúspide del toreo. Me da pena que a un torero tan grande como
él no se le haya reconocido como se merece y como lo que ha sido en el toreo:
un auténtico revolucionario. Un auténtico precursor de una forma de entender el
toreo que luego han seguido muchos toreros hasta la actualidad, Ojeda incluido.
Dámaso ha sido probablemente el torero con más valor que ha habido en el toreo,
junto con José Tomás.Y no lo digo yo, que lo pienso así a pesar de que no soy
nadie en el toreo, sino muchos que saben más de toros y que han visto muchos
más toreros que el que aquí escribe. Pero Dámaso es Dámaso y nunca se las has
ha dado de nada. La humildad ha sido su mejor amiga y aliada durante toda su vida
y quizá eso ha sido lo que le ha mantenido al margen de todo y de todos. El día
que se retiró definitivamente de los ruedos se fue a su sitio de siempre, a su
Albacete, a su pequeña finca a las afueras de la ciudad. Y ahí empezó una vida
junto a lo que más ha querido: su familia y los toros. Raro es verlo en una
plaza, salvo en su Albacete y en la Feria de Septiembre. Año tras año ocupa su
barrera del 2, muy cerca del burladero de matadores y año tras año un sinfín de
matadores y novilleros brindan sus faenas al maestro. Por algo será. Supongo
que a él, como a mí, le quedará el consuelo de que los que realmente saben de
esto, los que se han puesto y se ponen delante de la fiera cada tarde y se
juegan la vida, reconocen su enorme valía y sus méritos como gran figura del
toreo que ha sido. Con todos mis respetos hacia el maestro Paco Ojeda, ese
premio debería haber sido para usted maestro. Pero ya no importa. Los que le
hemos admirado y le seguimos admirando no necesitamos de premios para reconocer
su enorme valía, tanto dentro como fuera de la plaza. Será difícil que alguien
iguale algún día todas y cada una de las virtudes que usted ha atesorado. Y
digo difícil por no decir imposible...
A continuación me he permitido el lujo de transcribir la crónica que de aquella
tarde de junio de 1993 escribió el gran crítico taurino de El País Joaquín
Vidal. Y lo he hecho porque emociona cómo alguien de la categoría periodística
de Vidal habla del maestro Dámaso González sin tapujos y sin pelos en la
lengua, emocionándose él mismo y emocionando a los lectores, reconociendo
lo que muchos llevaban gritando una eternidad. Chapó por Joaquín y chapó por
Dámaso en aquella tarde histórica del San Isidro del 93. Que la disfruten...
JOAQUÍN VIDAL
Dámaso González brindó el cuarto toro al público a modo de despedida, pues
es el último que toreará en la feria de San Isidro. Quizá también sea el último
que torea en Madrid. El fundador del toreo contemporáneo dice adiós y deja que
la torería en masa desarrolle sus enseñanzas. Pero sin que él lo vea. Pues debe
de ser duro contemplar cómo unos hacen lo que llaman el parón, otros se ponen a
empalmar pases de pecho, aquel va de maestro, este de profesional, todos labran
fortunas, y resulta que no pasan de ser un burdo plagio del toreo que inventó
el señor don Dámaso, sin darse tanta importancia ni llevarse la caja de los
cuartos.
Toreaba don Dámaso al primero de la tarde -una hermosura de toro, un
espectáculo en sí mismo, trapío que no lo superaría la Nao Capitana con su
velamen desplegado al viento; torazo cuajado, enmoriillado y hondo, lustroso en
su pelaje castaño chorreao, por delante par de astas pavorosas-; toreando se lo
pasaba don Dámaso para acá y para allá, igual de tranquilo que si fuera la
becerrita, y decía la afición que lo hacía fuera de cacho, que metía el pico. Y
era verdad. Pero esa es la escuela donde ha aprendido la inmensa mayoría de los
toreros. Algunos han llegado a hacer del toreo de don Dámaso un calco, y la
única diferencia apreciable sería que son más altos, más rubios y más con los
ojos azules.
Lo único que
no han conseguido copiarle es el toro. O sea hacerle al toro de presencia y
potencia el toreo que inventó don Dámaso. Su última lección en la feria de San
Isidro la dictó, precisamente, a un toro así; un torazo que dibujó Daniel Perea
para La Lidia -aquella revista de los tiempos heroicos del toreo, jamás
superada-, y se había escapado de la lámina para venir a este fin de siglo,
sentar sus reales en el ruedo de Las Ventas y poner una nota de anmacronismo en
el toreo contemporáneo.
El toreo de hoy con el toro de ayer, ¡calla, corazón! ¿Se puede entender
eso? Pues sí, se puede entender viendo al veterano maestro, pequeñito y
desastrado, cruzarse ante la fosca cara del torazo que rebufaba altivo
echándole el aliento por encima del flequillo. Y luego le presentaba la
muletilla obligándolo a humillar y pasar, el buido pitón rozándole los
alamares. Y si el toro se resistia a embestir, lo retaba metido en su terreno,
-excitaba su fiereza imprimiendo un movimiento pendular a la pañosa, que el
toro seguía, sus astas inmensas oscilando de lado a lado, con el torero
chiquitín en medio. Fue impresionante.
La corrida entera. tuvo gran emoción por los torazos que saltaron al
redondel y por la valentía de los toreros. Toros mansos, de los que huyen
despavoridos al sentir el castigo; toros corretones, de los que galopan
espantadizos. Algunos espectadores tomaban por bravura sus arrancadas súbitas,
cuando se trataba, en realidad, de la típica reacción de los toros mansos. Ven
de lejos el enemigo y se lanzan a por él furiosos, pero al tenerlo cerca les
entra el miedo en el cuerpo y escapan alocados. Le ocurrió a Esplá en el
quinto, que se le arrancaba de parte a parte de la plaza, posiblemente porque
lo creía desarmado y desasistido, y entonces el torero aceptaba el ataque, le
ganaba la cara, prendía el par de banderillas y salía de la suerte andandito,
en tanto el toro acusaba el castigo y buscaba el refugio en otros pagos.
Un alarde de facultades, mas también de conocimiento de los toros y de los
terrenos desplegó Esplá en ese tercio de banderillas. Sólo que las enganosas
reacciones del toro equivocaron al público y tomándolo por bravo -cuando en
realidad desarrollaba traicionera mansedumbre- minusvaloró el trasteo dominador
que le dio el diestro.
Hubo toros mejores. Por ejemplo el segundo, cuya nobleza estuvo por encima
de los derechazos desligados que le instrumento Esplá. O el tercero, boyantón,
aunque muy dificultoso pues no paraba de gazapear. Óscar Higares consiguió
quitarle el vicio por el procedimiento de ejecutar un toreo muy hondo y muy
serio. Sus tandas de naturales, largos y templadísimos, provocaron clamores, y
aún se permitió el lujo de desplegar toda la teoría del ayudado en su versión
más pura. Estuvo a punto Higares de salir por la puerta grande, y lo hubiese
conseguido, seguro, si no llega a precipitarse en el sexto toro, al que quizá
por este motivo ya no templó.
Todo el mundo lo lamentaba, porque esa habría sido la mejor rúbrica al gran
espectáculo que constituyó la corrida entera. Una corrida, además histórica, en
la que había dictado su última lección magistral el fundador del toreo
contemporáneo. Aunque, quién sabe: quizá el día menos pensado vuelva. Y se
ponga otra vez delante de un torazo pintado por Daniel Perea, y reemprenda las
clases con aquel famoso "Decíamos ayer...".
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