Qué puedo decir de él que no se sepa:
nada. En este breve artículo no voy a hablar de lo que Dámaso ha sido en el
toreo. No hace falta. Todo el mundo ya lo sabe. Tan sólo puedo decir que ha
sido el mejor en dos aspectos de la tauromaquia que probablemente sean los más
importantes: el valor y el temple. No ha habido un torero más valiente que él.
No ha habido un torero que haya templado a los toros más que él. Y tampoco ha
habido un torero que se haya arrimado más que él. Dámaso se sacó de la manga
ese rinconcito entre los pitones. Ese lugar que nunca antes había pisado nadie
y que a partir de él pisaron los que no tanto como él tuvieron el valor de
hacerlo. Porque el Maestro se encontraba en ese lugar como el que está
tomándose un café en la barra de un bar.
Me costó entrar en el damasismo. Tan
sólo era un niño cuando el Maestro daba sus últimos coletazos como torero. Pero
aún así tuve la suerte de poderle ver torear en varias ocasiones. La tarde del
torazo de Samuel Flores en Madrid marcó un antes y un después en mi. Ese día tuve
claro que aquel hombre tan pequeño era muy grande. Y ya nunca dejé de
admirarle.
Pero si me admiró el Dámaso torero,
aún me admiró todavía más el Dámaso persona. Un hombre sencillo, humilde,
bondadoso. Al Maestro te lo podías encontrar cualquier día por las calles de
Albacete con su todo terreno y en traje de faena. Casi siempre que le vi venía
de trabajar en el campo. Él, que era una leyenda viva del Toreo, que lo había
conseguido todo, que era torero de toreros, de repente te lo encontrabas con
los pantalones y las botas llenos de barro de sudar en sus tierras como
cualquier campesino más.
Tuve la enorme suerte de hablar con él
en varias ocasiones. Hablaba con quien fuera. Y lo hacía templado. Te miraba
con bondad. Con suavidad, como había tratado él a los toros toda su vida. La
última vez que le vi fumaba un cigarro, su eterno cigarro, en la puerta de un
restaurante. Sólo, a pesar de que alrededor había mucha gente. Y ahí estaba él.
Apoyado en la pared fumando. La gente no se le acercaba por el enorme respeto
que su sola presencia imponía. Minutos antes le había regalado mi primer libro
y había conversado con él unos minutos. Me recordaba por un artículo muy bonito
que años antes había escrito sobre él. Esa noche no soltó mi libro de sus manos
ni un sólo minuto. Casi cuando terminaba aquel cigarro en la puerta de aquel
restaurante llegué yo. Le miré y me miró. Le dije "hola Maestro" y él
me dijo "hola José Antonio". Y añadió: "recuerda lo que te he
dicho antes. Cuando me lea el libro te contaré qué me ha parecido".
"Muchas gracias, Maestro", fue lo único que acerté a decir ante tal
muestra de cariño. Y me dirigí hacia la puerta de entrada del restaurante. Él
se quedó apurando su cigarrillo en la soledad de aquella esquina. Mirando al
suelo, como ausente. Justo antes de entrar por la puerta miré para atrás y le
vi con su vestido verde manzana y oro la tarde del toro de Samuel en Madrid.
Aquella tarde, entre los pitones de aquel pavoroso toro también estuvo sólo. Sólo
ante el griterío enfervorecido del público madrileño. Sólo ante los gritos de
"torero, torero" cuando se dejaba llegar los dos puñales del toro al
cuello. Sólo ante la muerte. En ese momento el maestro tiró su cigarro al suelo
y lo pisó. Yo me giré y entré en el restaurante. Fue la última vez que le vi.
La muerte, esa a la que tanto se había arrimado, esa que tantas veces había
burlado con el péndulo de su muleta, le estaba esperando a la vuelta de la
esquina para llevárselo para siempre.
Dámaso no ha necesitado morirse para
ser mito. Para ser leyenda. Lo ha sido en vida. Lo ha sido como torero y como
persona. Ahora ya es inmortal. Ya ha alcanzado la gloria eterna que se merecen
los grandes toreros y las buenas personas. Hasta siempre, Maestro. Nos deja un
vacío tremendo en el alma. Descanse eternamente. Se lo ha ganado con creces.
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