Cuando
Morante desapareció por el patio de cuadrillas aquello cesó de repente para
prorrumpir en una tremenda ovación al siguiente torero que se disponía a cruzar
el anillo camino de su hotel. Era El Juli el que en ese momento era fuertemente
ovacionado gracias a su buena actuación y entera disposición esa tarde en el
coso maestrante.
Y entonces
en mi mente apareció el contraste. Lo contradictorio. En apenas veinte segundos
había sentido el enfado y la alegría. El desprecio y el agradecimiento. La bronca
y los aplausos. Y en ese momento volví a sentir que esta Fiesta está más viva
que nunca porque en contra de lo que muchos dicen, aquí se siguen generando
emociones que brotan del alma de cada persona que presencia un festejo taurino
una tarde cualquiera.
La Fiesta es
y debe ser eso: polos opuestos. Alegría y decepción. Bronca y triunfo. Éxtasis
y disgusto. Lo que no debe aparecer nunca bajo ningún concepto es el
aburrimiento. Ese hastío que relativiza el tiempo más que nunca y que provoca
que algunas tardes salgas de la plaza con la sensación de que has estado diez
horas allí metido.
El gran
Rafael "El Gallo" -muy asiduo a esto de recibir broncas a lo largo de
su trayectoria taurina-, dijo en una ocasión que las broncas eran necesarias y
hasta buenas para la salud porque al chillar se ensanchaban los pulmones. Ahí
es nada. También dijo que ante un marrajo manso y peligroso prefería mil veces
una bronca que una corná, porque las
broncas se las llevaba el aire y las cornás
se las quedaba uno. Palabra de genio.
Esta es la
Fiesta de lo sublime o lo estrepitoso. De las emociones opuestas. Del llanto
por lo bello y efímero de una faena. Del cabreo por la apatía y la poca
disposición de un actuante, ya sea toro o torero. No es la Fiesta del
aburrimiento, porque este, sin duda, es el que puede acabar con ella, no las
legiones de políticos y antitaurinos que la odian, los cuales también son
necesarios para que se sienta más viva cada día en un mundo cada vez más
muerto, por cierto.
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