Todos sabemos de la dureza de esta profesión. Sobre todo los
que se visten de luces. Los sacrificios, el miedo, la responsabilidad que
conlleva. Se juegan la vida ante una bestia cuyo cometido es defender la suya a
base de atacar al que se pone delante. Aquí no hablamos de dar patadas a un
balón. Hablamos de poder perder la vida en las astas de un toro. En ese sentido
puedo comprender el miedo de un torero que se ha curtido en mil batallas a que
su hijo siga los mismos pasos. Pero lo que no entiendo es que se nieguen
rotundamente a que sus vástagos se dediquen a la profesión más bonita del
mundo. Veo incluso ahí hasta egoísmo.
Algunos toreros justifican su negativa a las penurias que
tienen que pasar los chavales para abrirse paso en este mundo. Como si ellos no
hubieran pasado por lo mismo o peor. Dicen que el sistema está fatal, que los
muchachos tienen que pagar por torear, que si el novillo que se echa hoy en día
es muy fuerte. Como si ellos no hubieran pasado por lo mismo o peor. Ante
dichos argumentos, deduzco que lo que se impone en esos casos es el tan innato
sentido de conservación que tenemos todos los seres humanos. Pero una cosa es
eso y otra muy distinta el dar libertad a los sueños de un chaval que lo único
que quiere ser es ni más ni menos lo que es o ha sido su padre. ¿Puede haber
mayor manifestación de cariño y admiración por parte de un hijo a su
progenitor? Creo que no.
Unos han mandado a sus hijos a estudiar al extranjero para
que no vean nada relacionado con el toro. Otros les han puesto un balón de
fútbol desde bien pequeñitos para ver si se aficionan a la pelotita y con un
poco de suerte les sale un Messi o un Iniesta. Los hay incluso que han sido
grandes figuras del Toreo y en su casa no tienen ni una fotografía taurina.
Todo está guardado en una habitación oscura bajo llave. Vestidos de torear,
capotes, muletas, cabezas de toro. Absolutamente todo. El problema es cuando
esos niños descubren lo que ha sido su padre y quedan completamente fascinados.
Y es que en muchos casos, quieran o no, pongan más trabas o menos, el niño
acaba siendo torero en contra de la voluntad de su padre. Triunfan los genes,
la pasión y la libertad.
Estamos cansados de escuchar a los taurinos que hay que
luchar por la Fiesta. Que hay que defenderla. Que hay que promocionarla. Por
eso no entiendo que ningún padre, sea torero o aficionado, no quiera que su
hijo sea torero. ¿No se dan cuenta que la mejor manera de promocionar esto es
que haya una nutrida cantera de chavales que estén dispuestos a ser toreros? La
Fiesta no se acabará porque los políticos o el feroz y salvaje movimiento
animalista quiera. La Fiesta morirá el día que no haya nadie que esté dispuesto
a ponerse delante de un animal bravo. Y ya podrán estar las ganaderías llenas
de toros. Dará igual.
Un hijo o una hija debe de ser lo más grande para unos
padres. No me cabe duda. Y apuesto a que ninguno quiere que les pase nunca
nada. Ni un rasguño siquiera. Pero ser torero es algo muy grande. Algo que no
se puede comparar con ninguna otra profesión. Un héroe moderno. El héroe del
siglo XXI. Alguien que se sacrifica, que recibe cornadas, que puede ser odiado
y admirado al mismo tiempo… Alguien que puede perder la vida en un segundo pero
que puede alcanzar la gloria absoluta en diez minutos. ¿Puede haber algo más
grande que eso? Mi respuesta es no. Rotundamente no.
Nuestra sociedad actual vive de espaldas al sufrimiento de
cualquier tipo. No queremos sufrir. No queremos morir. Pero todo ello forma
parte de la vida. Y la vida a pesar de ello puede ser hermosa, sobre todo
cuando dejas tu nombre escrito en letras de oro para la eternidad. Eso, amigo,
está al alcance de muy pocos. El torero es uno ellos.
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