Hace
unos días, hablando con un buen amigo y gran aficionado mucho más veterano que
yo, me hizo reflexionar sobre algo en lo que nunca antes había reparado. Yo ya
había oído hablar de eso alguna vez, pero no le había dado demasiada veracidad.
Sin quererlo y, al insistirme que eso era totalmente verdad, mi cabeza echó a
volar. Y voló. Ya te digo que voló...
Este buen aficionado me aseguró que cuando se produjo el boom del ladrillo hace
unos años, muchos nuevos ricos quisieron hacerse ganaderos por puro hobby. Nada
nuevo. Todos sabemos que así ocurrió. Estos empresarios adinerados
evidentemente no aspiraban a ganar dinero con sus nuevas ganaderías porque
tontos no eran y sabían de sobra que ganar dinero vendiendo toros es cosa de
tres o cuatro privilegiados. Por tanto, ellos no buscaban dinero: buscaban
prestigio y reconocimiento social, como casi siempre ha ocurrido cuando alguien
ha comprado una punta de vacas y unos sementales.
De todos es sabido que estos nuevos ricos se fueron a comprar lo que ellos
pensaban que era lo mejor: el encaste Domecq. Y Juan Pedro y sus muchos
derivados hicieron el agosto durante varios años. Se vendió y se compró de
todo, muchas veces animales de desecho que no servían al ganadero vendedor. De ese
ansia por comprar y vender mal vino la devacle en el ruedo poco después. Toros
hijos de vacas cuyo único destino debía ser el matadero y ahora estaban
pariendo nuevas crías, acababan poco a poco con el cuadro. Y la nobleza
extrema, la falta de bravura y casta y el aburrimiento afloraban en cada
esquina. En definitiva, en las casas Domecq no había ni orden ni concierto y en
las de los nuevos ricos tampoco.
Pero he aquí que muchos de estos neoadinerados, antes de ir a casa de los
Domecq fueron a otro sitio. ¿Se imaginan dónde? Pues a casa de Victorino
Martín. Ni más ni menos. Cuentan que las ofertas que muchos de ellos le
hicieron a Victorino fueron mareantes. Grandes cantidades de dinero por
animales que ni al propio ganadero de Galapagar le servían. Pero el ganadero
dijo no. En su casa no se vendía ni un animal. La marca Victorino no se iba a
extender. Algunos empresarios se enfadaron. Otros lo entendieron. Ninguno sabía
realmente dónde estaba yendo, ni tampoco que hay cosas que no se pueden comprar
por todo el oro del mundo. Porque Victorino hacía muchísimos años que no vendía
ni una pajuela, excepción hecha de las que le regaló a su amigo el mejicano
Pepe Chafik algunos años antes. Una muy especial excepción que, como dice el
refrán, confirmó la regla.
¿Hizo bien Victorino en no vender? Para él evidentemente que sí. ¿Y para el
aficionado? Pues depende. Yo pienso que de haber vendido ahora tendríamos
muchas más ganaderías procedentes de lo suyo y muchas menos procedentes de
Domecq, lo cual sería un buen aliciente para la Fiesta. No abundaría tanta
ganadería sobrante como ocurre hoy en día. Pero por otro lado, nunca sabremos
si las manos en las que hubiera caído lo derivado de Victorino hubieran sabido
mantenerle el prestigio y la vitola de una ganadería mítica. Me queda esa duda.
Quiero pensar que posiblemente alguno la habría sabido llevar y colocarla ahí
arriba. El ejemplo de José Escolar -que aunque no le comprara directamente a
Victorino lo que tiene procede de él-, ahí está. Nunca lo sabremos. Lo que sí sé
es que un horizonte plagado de cárdenos hubiera sido mucho mejor para la
Fiesta. O al menos para el gusto de muchos aficionados entre los cuales me
cuento. Me queda el consuelo de aquel refrán que dice que lo bueno si breve -y
yo añado- y escaso,
dos veces bueno. O tres...
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